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La niña zurda.


Cuando cursaba el tercer año de primaria, tuve un maestro muy iracundo que me intimidaba. Si alguien lo hacía enojar, gritaba o azotaba cosas; solía fumar dentro del salón de clases y a veces decía groserías. Yo me sentía incómoda y en constante estado de alarma.


Era tan violento que promovía el “callejón del terror” entre los estudiantes: todo aquel que pasaba por ahí, recibía una paliza de los compañeros.


Un buen día se le ocurrió nombrarme su mesera. La tarea que me encomendó consistía en ir todos los días a la cafetería a recoger su café hirviente. Tenía que bajar un piso y cruzar la cancha de basquétbol para recibir su café, el cual me entregaban con un platito abajo. Nunca se me ocurrió tomar el platito con una mano y el café con otra, sino que hacía todo mi recorrido de regreso, malabareando con una mano sosteniendo el plato y la taza de café encima. Dentro de mí, gemía y me lamentaba por tan difícil tarea.


En cierta ocasión al llegar al salón, asustada porque me tardé una eternidad, recibí como era de esperarse, una reprimenda. No fue por la tardanza, sino por traer su encargo con la mano “equivocada”, la izquierda. –Pero, ¡yo soy zurda! exclamé–


A partir de ese día, me regañaba por escribir con la mano izquierda y me amedrentaba para obligarme a trabajar con la mano “correcta”, la derecha.


Yo me sentía como un fenómeno de circo, fuera de lugar y ridícula.


–¿Por qué soy anormal? –me preguntaba.


Decidí platicar con mis padres acerca de todo este asunto, y mi papá, que también contaba con un tremendo genio y era bueno para los pleitos, al otro día llegó a la escuela y lo encaró sin dudarlo; lo recuerdo como si hubiera sido ayer.


–Es usted un ignorante. Mi hija es perfectamente normal y sana. Es más, tiene una inteligencia muy superior a la suya, y va a seguir escribiendo con la mano izquierda porque es la que le acomoda y su cerebro así está configurado –le reprimió.


El maestro enmudeció.


A pesar de lo bochornoso de la situación, no tuve en lo absoluto nada de pena ni temor, porque en ese momento, me sentí como una damisela en problemas, que fue rescatada por su valiente caballero; yo floté, tuve que ahogar las risitas en mi interior, disfruté que alguien al fin pusiera en su lugar al abusivo maestro. Y esa personita no era cualquiera, ¡fue mi papá!


Nunca me imaginé que aquel incidente tuviera tanta relevancia para mí, pues fue la afirmación más importante que mi padre me dio en la vida, pues él, sin siquiera imaginarlo, en ese acto de justicia, me transmitió toda la seguridad que necesitaba como una pequeña niña. Me sentí amada, respetada, comprendida y valorada; hasta la fecha, soy la persona más orgullosa del mundo por ser zurda.


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